La más simple, no necesariamente es lo menos importante
Estamos en una encrucijada -de las muchas que han sucedido en
nuestro devenir como especie- en la que se avecinan grandes cambios que
vislumbramos pero que, curiosamente, parece que tardan una inmensidad en
llegar. Todos los días amanecemos con noticias en prensa –más o menos
especializada- sobre diferentes descubrimientos que supondrán un avance
considerable en el tratamiento de tal o cual enfermedad y, sin embargo, las
noticias no terminan de cuajar en un tratamiento efectivo a corto plazo.
En anteriores artículos he expresado mi envidia por los
físicos que tienen las matemáticas para decirles lo que es real y lo que se
terminará confirmando. Nosotros, en la medicina, carecemos de ese lenguaje
exacto y nos movemos, más bien, en nuestra incapacidad para definir todas las
variables que definen el comportamiento final de nuestro organismo Eso hace imposible
conocer con exactitud los acontecimientos futuros. Sería algo así como la
teoría del caos, en la que se estudia que pequeñas variaciones en las
condiciones iniciales pueden implicar grandes diferencias en el comportamiento
futuro, imposibilitando la predicción a largo plazo.
En este momento sabemos mucho sobre lo que no debemos hacer,
pero sin embargo, tenemos grandes lagunas sobre cómo actuar. Por ejemplo,
podemos relacionar multitud de enfermedades de componente inflamatorio con
desequilibrios en la ingesta de ácidos grasos omega3/omega6 y tenemos
suficientes datos teóricos como para determinar que nuestra ingesta de DHA (un
ácido graso omega3) es deficitaria en términos generales, sin embargo, cuando
se analizan los resultados de suministrar ese ácido graso a grandes
poblaciones, fracasan las relaciones causa-efecto. Otro tanto se podría decir
del resto de ingesta de grasas, sobre cuyos conocimientos teóricos se ha
avanzado mucho, pero con cuya aplicación estamos muy alejados de la aplicación
clínica (en estos momentos sabemos con claridad que los ácidos grasos “trans”
producidos por la industria son perjudiciales, pero se pone en tela de juicio
lo que hasta ahora creíamos referente a la “maldad” intrínseca de las grasas
saturadas). Ni siquiera los expertos de FAO se ponen de acuerdo en consensos
sobre porcentajes idóneos en un tipo u otro de ingesta de ácidos grasos.
Podemos seguir con decenas de ejemplos, como sucede con la
hormona (mal llamada vitamina) D, de la que sabemos que hay déficits generalizados
en épocas y en capas de población, pero sin embargo, al hacer estudios con su
suplementación, no aparece el efecto lógico que esperamos cuando se le da al
organismo algo que necesita y no toma en cantidad adecuada. Es, también, el
caso de los antioxidantes, deficitarios en la dieta occidental y con claras
funciones orgánicas del máximo interés, pero que al suministrarlos en
suplementos, no solo no dan el resultado esperado, sino que incluso pueden
llegar a ser perjudiciales (como la relación obtenida en estudios, entre la
ingesta elevada en carotenos y mayor incidencia de cáncer de pulmón en
fumadores). Damos calcio para tratar la pérdida de minerales en nuestros huesos
(osteoporosis) y no solo no mejoran los pacientes mayores, sino que se calcifican
más sus arterias.
Asimismo, hemos identificado los problemas que causa el
insomnio crónico en el cerebro, pero somos incapaces de evitarlo sin utilizar
fármacos que nos deterioran aún más. Conocemos la importancia del microbioma,
pero no sabemos qué hacer ante un intestino irritable, cuya causa, fundamental,
es darle de comer adecuadamente a nuestras amigas bacterias para que se
instalen cómodamente en nuestro colon. Utilizamos probióticos, pero no terminan
de funcionar…
Paralelamente aumentan, de forma escalofriante, enfermedades
como las autoinmunes, las alérgicas, las enfermedades mentales… y, por
supuesto, las relacionadas con una inflamación crónica.
Los médicos diagnosticamos y diagnosticamos sin parar y,
también, nos criticamos sin cesar. Cualquier lector no especialmente experto,
se encontrará información contradictoria, incluso si las fuentes son de
prestigio. Es el caso de la American Psychiatric Association y su Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, denostado por especialistas
del nivel de Allen Frances, una referencia mundial de la psiquiatría, quien
tras dirigir el citado manual en 1994, critica claramente la nueva edición,
asegurando –textualmente- que la industria farmacéutica «ha ganado por
goleada». En este mismo sentido, Peter Gotzsche, un médico danés que ha
trabajado en ensayos clínicos y en la regulación de medicamentos para varias
farmacéuticas y ha publicado más de setenta artículos científicos en las Big
Five -las cinco principales revistas científicas-, afirma con rotundidad que la
industria farmacéutica está corrompida hasta la médula, extorsiona a médicos y
políticos, y mantiene enormes beneficios a fuerza de medicar innecesariamente a
la población. Al mismo tiempo, gestiones nefastas como la del virus H1N1/09
Pandémico por la OMS, dando lugar a ventas de medicamentos, como el Tamiflu, ha
servido en bandeja la confusión u el escepticismo sobre las autoridades médicas
y el “supuesto” conocimiento científico.
Al mismo tiempo, tendemos a magnificar determinados logros
terapéuticos y, en este sentido, hemos elevado a la categoría de lo dogmático,
por ejemplo, las vacunas en general, admitiendo como criterio
pseudo-científico, el interés mágico por las vacunas en su globalidad, sin
explicar los diversos grados de efectividad y la idoneidad de su aplicación a
grandes capas de la población. No es extraño que estas incongruencias den alas
a asociaciones de personas que, con buena intención, se supone, pero pésima
información, llenan los medios con relaciones inexistentes entre vacunas y
autismo, por ejemplo, dando lugar a que padres excesivamente crédulos ante
estas informaciones, dejen a sus hijos sin vacunas rigurosas, probadas y
claramente necesarias.
Las redes sociales se llenan de críticas y se hacen eco de
las críticas de médicos de prestigio, como el Dr Juan Gervás que escribe: Los
pacientes están insatisfechos porque quieren más salud. La industria se lo
promete y hace negocio con ello. Los médicos y profesionales participan en la
fiesta porque también les beneficia. Los medios de comunicación festejan
cualquier promesa insólita, como la reciente vacuna del alzhéimer. Y los
políticos y los académicos se instalan en una dinámica en la que es fácil
prometer lo imposible. El resultado final es la paradoja de la salud: las
poblaciones más sanas cada vez tienen mayor insatisfacción, consumen cada vez
más medicinas, pruebas y diagnósticos y el resultado final es que viven con
insatisfacción. Por eso estamos fracasando.
Con semejantes premisas no es extraño que grupos de pacientes
y familiares se lancen en las redes sociales a la crítica absoluta de la
psiquiatría convencional y pongan de nuevo “en valor” los criterios de Laing y
otros críticos de la psiquiatría de los años sesenta que cuestionaban la
“llamada psiquiatría biológica”. Para
apoyar estos movimientos poco científicos, nada mejor que leer informaciones
independientes que concluyen en la poca mejora que han supuesto los
antipsicóticos atípicos y la absoluta descompensación resultados/precio con los
llamados típicos. Nuevamente ponen en entredicho a la industria farmacéutica y
su enorme capacidad para influir en los médicos a través de conferencias,
patrocinios y demás prevendas.
Sin embargo, en todo este berenjenal de información, en
ocasiones tendenciosa y en ocasiones directamente errónea, choca el poco
seguimiento que tienen medidas claramente fruto del conocimiento científico,
seguras y beneficiosas, como por ejemplo, el ejercicio físico individualizado a
todas las edades, la dieta rica en verduras y frutas, huevos, pescados. No
tomar en exceso alimentos procesados, leer el etiquetado y desaprobar la
presencia de grasas “trans”. Utilizar menos sal en la condimentación y más
especias. No tomar azúcar, ni alimentos en los que aparezca de forma elevada
(bebidas refrescantes etc) y así muchas otras.
Como ejemplo de todo lo comentado, acabo de leer que en
España ha crecido el consumo de medicamentos para la diabetes II. Pues bien,
antes de debatir si la Metformina, por ejemplo, es mejor o peor o si el
laboratorio presiona más o menos, etc etc.. Deberíamos saber que, en gran
medida, el ejercicio es el medio preventivo más eficaz y un agente terapéutico
de primer orden.
A veces lo más sencillo lo desconsideramos y, de esa manera,
invertimos recursos, tiempo y dinero en debatir sobre lo inútil.
Comentarios