Alergias (2ª entrega)
Los conceptos en medicina evolucionan desde la simplicidad
hasta la enorme complejidad con la que hoy se contempla nuestro organismo. Un
ejemplo de ello está en la consideración del tejido adiposo que hasta hace
pocos años era tan solo un tejido de reserva (ahora se conocen múltiples
hormonas y señalizadores que interactúan desde dicho tejido), o en el tejido
muscular, antaño con la función exclusiva de contracción y, actualmente,
revestido, también, de múltiples conexiones con el organismo a través de señalizadores
(quinasas). En este sentido, el tubo digestivo, al que se le adjudicaba una
única función de transporte y absorción de nutrientes, ha pasado a ser
considerado la frontera natural del organismo, el lugar en el que se diseña la
salud inmunitaria y los mecanismos íntimos de defensa que nos permiten
reconocer el amigo, del enemigo y atacar con éxito a este último.
Era lógico pensar que fuera así, ya que durante cientos de
miles de años hemos tomado alimentos colonizados por bacterias que,
contrariamente a lo que pensábamos hasta ahora, no eran sistemáticamente
eliminadas por el ácido clorhídrico del estómago (más bien su función es de
control de aduanas, digamos). Ahora nos encontramos con una extraordinaria
proliferación de estudios que diariamente se publican en revistas científicas,
lo que, por un lado expresa por donde se mueve la inquietud investigadora
actual, y por otro predice como va a evolucionar el tratamiento de muchas
enfermedades en el futuro próximo.
Estamos hablando de alergia primaveral y salgo con el tubo
digestivo… ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Pues mucho, y lo voy a
explicar:
El tracto gastrointestinal humano es un ecosistema complejo
colonizado por centenares de especies microbianas diversas, y la llamada “flora
microbiana normal o microbiota” es un delicado equilibrio entre especies que
puede variar incluso entre diferentes personas, fruto de sus características
personales y de su dieta.
La inmensa mayoría de este conjunto de bacterias no es dañina
para la salud, y muchas son beneficiosas, estableciendo una relación simbiótica
con el huésped y participando en numerosos procesos fisiológicos. Unas especies
viven de los productos generados por otras lo que las hace interdependientes
entre ellas y el propio organismo huésped.
Las bacterias de la flora intestinal (más del 95% vive en la
luz del colon) están adaptadas a su hábitat porque están unidas a la evolución
humana. Esta individualización comienza en las primeras etapas de la vida
-antes de nacer, el tubo digestivo del feto carece de ellas, colonizándose en
el momento del parto vaginal-, y ejerce una gran influencia sobre muchas
características bioquímicas, fisiológicas e inmunológicas del huésped en el que
residen.
La población de microorganismos que convive en contacto directo
con el hombre excede al número de células corporales del ser humano en una
relación de 10:1 (por cada célula humana hay 10 microbios). Teniendo en cuenta
que el cuerpo humano se compone de aproximadamente 1013 el organismo humano
lleva consigo a 1014 células no propias, y es en el intestino grueso en donde
reside la mayor parte de ellos, hasta el punto de ser una cifra superior a la
encontrada en el suelo, subsuelo y los océanos. En 2008, se catalogó el número
total de especies bacterianas en unas cuarenta mil diferentes.
En duodeno la microbiota es escasa, aún permanece parte de la
acidez estomacal y en él desembocan los conductos biliar y pancreático. La
bilis es tóxica para muchas bacterias y el fluido pancreático contiene una
serie de enzimas que podrían, literalmente, digerir a las bacterias que se
establecieran allí. En yeyuno se va incrementando la concentración bacteriana,
que está formada principalmente por lactobacilos. En ileon la concentración y
diversidad de los microorganismos residentes aumenta rápidamente y cada vez va
reflejando más la que tendremos en el intestino grueso. Finalmente, es en el
intestino grueso en donde la densidad microbiana es máxima. Dominan las
bacterias, pero también hay arqueas, hongos (levaduras) y protozoos. Para dar
una idea de su abundancia baste decir que aproximadamente el 50% del volumen de
nuestras heces son bacterias que viven en el colon y que son arrastradas con
los desechos de la digestión.
¿Cómo iba a ser irrelevante esta cohabitación para el resto
del organismo?
Poco a poco vamos conociendo detalles de esta microflora
comprendiendo procesos como adherencia intestinal, colonización, traslocación
(paso de las bacterias y sus productos a través de la mucosa gastrointestinal)
e inmunomodulación, mecanismos íntimamente ligados a la salud inmunitaria de su
huésped. En su comprensión radica el tratamiento futuro de muchas enfermedades,
algunas relacionadas con procesos tan alejados del tubo digestivo (en un
principio) como las enfermedades mentales.
Tenemos que tener en cuenta que la dieta actual dista mucho
de parecerse a la de nuestros antepasados mientras que, por el contrario,
nuestro organismo apenas ha cambiado desde el paleolítico medio, hace más de
40.000 años. Vuelvo a repetir la frase de Rosenberg “El hombre actual pertenece
socialmente al siglo XXI, pero genéticamente sigue en el paleolítico”.
Efectivamente, nuestro genoma apenas ha variado en los
últimos 10.000 años, de forma que se considera que más del 95% de nuestra
biología está concebida para la función que desempeñábamos como cazadores
recolectores. Comíamos carne contaminada e ingeríamos de cinco a diez veces más
fibra de lo que tomamos ahora. La tierra era su comedor, de modo que la comida
estaba comúnmente contaminada con ingredientes microbianos.
De pronto (en un instante en términos evolutivos), hemos
pasado a tomar los alimentos procesados, esterilizados y en ambientes limpios.
La seguridad alimentaria es un logro importantísimo en la sociedad occidental,
pero tiene un efecto indeseable que es la falta de aporte microbiológico de
bacterias favorables.
La interacción de la microflora con el intestino tiene un
impacto considerable tanto en los sistemas del huésped como en otras poblaciones
bacterianas, tal como se ha podido comprobar mediante la experimentación con
animales a los que se les eliminaban los gérmenes y en los que se producían
graves complicaciones de salud.
La mayoría de la microflora no se adhiere directamente a la
pared, sino que vive en biofilms asociada a partículas de comida, a moco o a
células exfoliadas. El moco lubrica y protege al epitelio intestinal de las
bacterias y de la acción de la digestión. Está compuesto de mucinas capaces de
atrapar a las bacterias de forma selectiva o indiscriminada. Los polímeros de
mucina que constituyen el moco contienen glucoproteínas, cuya parte
hidrocarbonada está formada por restos de diferentes azúcares: fucosa,
galactosa, N-acetilglucosamina, N-acetilgalactosamina y ácido siálico. Esta
porción de hidratos de carbono sirve como nutriente para la microflora, pero
también como receptor para toxinas microbianas y como proteína de superficie.
Hay un control genético individual de este repertorio de hidratos de carbono y
es uno de los modos por los que los genes del huésped pueden utilizar la
conducta de los microbios intestinales.
A diferencia de otras mucosas, el sistema inmunológico
intestinal tiene que distinguir no sólo entre lo propio y lo no propio, sino
también entre antígenos extraños peligrosos y antígenos alimentarios y
responder en consecuencia. Se desconoce con exactitud cómo se desarrolla este
mecanismo, pero sabemos que involucra la selección cuidadosa de poblaciones
linfocitarias apropiadas y la expresión de citoquinas. Hay que considerar
además el papel relevante que desempeña la IgA secretora en la exclusión de
antígenos de la luz intestinal. Estas características indican que el desarrollo
y la expresión del sistema inmunológico intestinal difieren en gran medida de la
inmunidad sistémica. ¡Eso es lo que empezamos a descubrir ahora!
En 1999 el profesor Michael Gershon de la Universidad de
Columbia, de Nueva York, publicó un ensayo tras haber estudiado durante 30 años
el sistema nervioso del tubo digestivo (sí, allí también hay neuronas).
Descubrió que tenemos cien millones de neuronas entre dos capas musculares del
tubo digestivo, que son totalmente idénticas a las del sistema nervioso central
(el cerebro superior). Estas neuronas tienen el mismo lenguaje neuronal que las
del cerebro y producen los mismos neurotransmisores (sustancias químicas
destinadas a producir algún efecto). Lo más interesante de esto ha sido
descubrir que el 90% de la serotonina se produce y se almacena en el sistema
nervioso entérico, o cerebro digestivo. También tenemos ahí sustancias
parecidas a las benzodiazepinas, lo que quiere decir que tenemos poder
ansiolítico (tranquilizante) en nuestro tubo digestivo. Emeran Mayer, profesor
de Fisiología, Psiquiatría y Ciencias del Biocomportamiento de la Universidad
de California, comentó que una gran parte de nuestras emociones probablemente
se vea influida por los “nervios de los intestinos”, lo que puede llevar a
pensar que, en los próximos años, la psiquiatría tendrá que ampliar su alcance
para tratar el segundo cerebro además del que está sobre los hombros. Gershon
afirma: “El sistema nervioso entérico le habla al cerebro y este le responde”.
Algunas señales del sistema entérico llegan de manera directa a estructuras de
nuestro cerebro que tienen un importante rol en las emociones, de tal forma,
que algunas personas que sufren trastornos gástricos desarrollan síntomas
psiquiátricos, y, de manera inversa, se sabe que algunas patologías
psiquiátricas y neurológicas tienen una mayor incidencia de trastornos del
tracto digestivo que en la población normal. Recordemos, en este sentido lo que
publiqué, en su momento, referente a la posibilidad de un intestino permeable a
ciertos compuestos con acción neurológica central (leche de vacas con la beta
caseína mutada cambiando la prolina por histidina, son las vacas A1). Enlace
Hace años publiqué un libro en el que hablaba de la dieta de
nuestros ancestros y empecé a hablar de cazadores y recolectores en el ámbito
médico. Todavía recuerdo a alumnos y colegas que se sonreían cuando empezaba
recordando lo que hacían nuestros antepasados cazadores y recolectores. Pues
bien, estamos en el umbral de tratar enfermedades insospechadas mediante
cambios en esa composición de bacterias intestinales. ¿Enfermedades alérgicas tratadas
cambiando la microbiota?
Bueno, argumentos científicos los hay, publicaciones en
animales de experimentación, las hay, sospechas basadas en tratamientos
personales comunicados entre colegas, las hay…. Recuerde, al respecto, el
lector, que si tiene cuatro patas, bigotes y maúlla…. Es un gato.
Mientras dejamos a los investigadores que trasplanten
microbiota fecal y ensayen métodos y comprueben resultados, nosotros podemos
tomar medidas ya. ¿Cuáles?
Fijémonos en la experiencia en comunidades que manejan
conocimientos no científicos, pero que acumulan miles de años de experiencia,
como la comunidad yogui, las de Centroeuropa, Oriente medio e India (yogur,
kéfir..) y, en general, todas las culturas antiguas en donde los alimentos hoy
llamados integrales eran lo habitual (eso significaba una ingesta de fibra
importante, que es lo que hoy sabemos que nutre a esa microbiota en el colon).
En definitiva, comer la cantidad adecuada y hacerlo
lentamente y siendo consciente de esa acción, tomar probióticos (yogur, kéfir
etc) y prebióticos (fructooligosacáridos..), fibra, eliminando azúcares,
alimentos refinados etc.
Ejemplos de alimentos y suplementos que van en este sentido:
Pinchar, entre otros, en los enlaces:
Lino
Prebiótico
Probiótico
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