Dislipemias. El temido colesterol



La gran preocupación de finales del siglo pasado han sido enfermedades cuyo único elemento común es una alteración del metabolismo de los lípidos, lo que generaba la manifestación en plasma de dichas anormalidades (hipercolesterolemia, hipretrigliceridemia etc). 


Las primeras autopsias realizadas a soldados norteamericanos en la guerra de Corea, sorprendieron a los médicos militares al encontrarse a jóvenes pletóricos de salud (hasta las heridas mortales de combate) con las arterias amarillas y rígidas propias de los ancianos. Desde entonces, se produjo un cataclismo en los criterios imperantes en las ciencias de la nutrición que consideraban el hambre como el gran azote de la humanidad y el generador de enfermedades. Pues bien, resultó que los únicos que comían hasta saciarse en la postguerra mundial, los jóvenes estadounidenses, estaban enfermos, sus arterias estaban viejas y listas para cerrarse provocando infartos tan solo a los treinta y tantos  años de edad. 


¿Qué estaba pasando con la juventud de USA?


Un fisiólogo estadounidense, Ancel Keys revisó unos escritos realizados gracias a una beca de la Fundación Rockfeller por otro investigador, Leland Allbaugh a finales de 1948. En estos documentos se revisaba una dieta estudiada en la isla de Creta comparándola con la de Grecia y USA. Lo que chocó a Keys es el hecho de que hubiera grandes diferencias dietéticas con la de los jóvenes norteamericanos y que los que estuvieran más sanos fueran los cretenses. En años posteriores, desarrolló una teoría llamada “mediterranean way”, manera mediterránea que posteriormente pasó a llamarse coloquialmente “dieta mediterránea”.


Posteriormente se vivió el “boom” de las enfermedades coronarias y se generó la idea de que la dieta debía evitar las grasas saturadas, el exceso de proteínas y volver a la dieta de las abuelas, la dieta mediterránea de los pueblos con economía de subsistencia, agricultores y pescadores. Fueron los años del aceite de oliva, la huida de los alimentos fritos, el retorno de las legumbres y los cereales (cereales en el desayuno, en la merienda, lácteos desnatados, aceites mono o poliinsaturados, etc).


El progreso científico nos trajo el descubrimiento de la epigenética (un nuevo lenguaje del genoma que introduce la noción de que nuestras propias experiencias pueden marcar nuestro material genético y que estas marcas pueden ser transmitidas a generaciones futuras). Los genes pueden manifestarse provocando patologías, pero el medio ambiente puede condicionar que los genes defectuosos se expresen o no. Por otro lado los antropólogos nos explicaron los orígenes de nuestra especie (orígenes ligados al consumo de carne y pescado, fibra, insectos raíces, tubérculos… dieta muy alejada de la que imperaba, en los países en pleno desarrollo industrial). Nació la dieta paleolítica y empezaron a cuestionarse conceptos asumidos hasta ese momento por las ciencias de la nutrición. Las grasas saturadas no están ligadas directamente a esas dislipemias; los carbohidratos refinados sí. Las dietas hiperproteicas no; el desquilibrio ácidos grasos n6/n3 sí. El ayuno no; el sobrepeso sí. Y por encima de todo, la falta de actividad física intensa, se empezó a considerar como el factor “prínceps” de la inflamación de bajo grado que sufrimos como factor subyacente de muchas enfermedades que son pandemia en este momento.


La gran expectación, en medios científicos actualmente, es el tiempo que va a tardar en producirse la “transferencia” de este caudal de conocimientos a los medios clínicos (médicos y hospitales). ¿Tiene que jubilarse una generación de clínicos obsoletos?


La medicina en nuestro país adolece de un problema muy serio. En su origen los programas de formación en las Facultades, obedecían a criterios establecidos y consensuados por autoridades sanitarias. Poco a poco, se fue produciendo una manipulación en dichos programas, debido al protagonismo personal de cientos de catedráticos y jefes de departamento que establecieron auténticos “reinos de taifas” blindando sus centros de trabajo intentando ampliar su programa y, por tanto, su poder, a toda costa. Todos los médicos hemos salido de la Facultad con el convencimiento de haber sido sometidos a tortuosos exámenes sobre materias y programas de dudosa aplicación en la práctica clínica, al tiempo que hemos tenido graves ausencias en nuestra formación. Dos de ellas me inquietaron de tal modo, que dediqué mi vida profesional a estudiarlas; la acción del ejercicio físico en el organismo y la ciencia de la nutrición humana.


Esa ausencia de formación en esas áreas tan importantes son las que están debajo de situaciones tan difícilmente explicables en este momento, como que por ejemplo, un servicio puntero de cardiología del máximo nivel, sea capaz de poner stent a una anciana de noventa años con una cardiopatía isquémica y sin embargo, no controle la alimentación ni tenga una potente acción rehabilitadora, factores ambos, de la máxima importancia en la prevención de la insuficiencia cadíaca a la que van avocados una gran mayoría de los pacientes tratados en los momentos críticos de la lesión coronaria.


Me preocupa que la prepotencia que muestran algunos de los responsables, no solo de servicios hospitalarios, sino de la creación del estado de opinión de políticas sanitarias que suponen la ausencia de medios preventivos y, por tanto, ahorradores de gasto público. Me inquieta que el “poder” que ostentan determinadas personalidades, evite esa transmisión de los actuales conocimientos en materia de actividad física y alimentación a esferas clínicas hospitalarias, tradicionalmente poco respetuosas con esas actuaciones “menores” frente a las agresivas de los fármacos y tratamientos quirúrgicos. ¡Claro! Tampoco hay que perder de vista el inmenso poder de la industria farmacéutica y de los suministradores de equipos médicos a los hospitales….. ¡Bueno, sobre eso prefiero no hablar porque solo falta que me destierren de esta región (aquí reina el caciquismo de toda la vida). Soy un poco mayor para dejar mis pequeños hábitos cotidianos de lidiar con el tráfico que no soporta a estos ciudadanos “raros” que vamos en bicicleta a nuestro trabajo.

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